
prepárense para experimentar una pérdida progresiva del olfato
a partir de los cuarenta años, pero dispónganse también para
disfrutar cada vez más del olor de sus recuerdos.”
Ann Noble.
A veces de la nada, sin que nos lo propongamos, muchas de las imágenes de nuestro pasado llegan por medio de los aromas y probablemente la gran mayoría de estos recuerdos desembocan alrededor de los alimentos, por lo tanto son momentos de gran felicidad.
El olor del mole que preparaba mi abuela vuelve a estar presente cuando camino por ahí y alguién tuesta chiles y ajonjolí. Puedo hacer un largo recorrido sin más boleto que el que me brinda el olfato. Claramente vuelvo a estar en la mesa de la abuela con el mantel deshilado especial para fiestas, dispuesto a soportar mi cotidiana torpeza al coordinar la boca con mis dedos y pringarlo de gotas oscuras que se escurren de la tortilla.
Qué mejor perfume que el de las manzanas recién cosechadas, guardadas en la bodega de mi cuñado esperando ser vendidas. Uno de mis mayores deseos de mi niñez era poder atesorar en un frasquito esa fragancia cítrica para luego untarla en mi piel cada vez que yo quisiera. Andar por ahí impúdica y seductora con ese aroma de manzana verde. ¿O qué tal la belleza del olor de la tierra mojada que brinda tanta paz como ningún otro? Cuanto bien me haría en estos momentos.
Ah, pero por desgracia los mejores aromas de nuestra vida no los almacenan para embotellarlos y poderlos usar cuando queramos. Se quedan ahí, guardados en una atmósfera de sublimación e intimidad. Sólo nos queda el consuelo de volverlos a vivir en nuestra memoria una y otra vez, como si encendiéramos pequeños cirios que iluminan el camino que nos guiará de regreso a ese paraíso perdido.
Nuestro olfato nos lleva a una isla del pasado, nos alegra el presente y nuevas ansias nos conducirán a disfrutar el futuro.