La única mujer que leímos en el curso fue una uruguaya: MAROSA DI GIORGIO que ya me había presentado mi querido maestro Saúl Ibargoyen en su cursos de poesía. Esta vez leímos su novela LA REYNA AMELIA. Un autor nos sorprende por abrirnos los ojos ante una visión del mundo original y perturbador, en este caso Marosa di Giorgio crea un universo autónomo e inaudito, va en busca de imágenes y asombra con ellas. Está fuera de todo lugar y atmósferas comparables. Definitivamente no es un libro común. Marosa no se parece a nadie y el común denominador es que los acontecimientos se desarrollan hasta sus últimas consecuencias.
La pasión de su temperamento está habitada por un mundo de vacas y zorros, con uvas y berenjenas, de excentricidades que crecen bajo tierra, reboza de sensualidad, es una observadora de la naturaleza descubre una belleza intrínsecamente instalada en las cosas cotidianas que a uno como simple observador sólo nos queda abrir los ojos con envidia.
En poesía tiene una obra bastante prolija: Los Papeles Salvajes, Flor de Liz. Su novela: La Reyna Amelia. Un libro de cuentos: Misales, Relatos Eróticos, todos en la editorial Adriana Hidalgo y todo es recomendable, pero hay que buscarlos, no son fáciles. Yo tuve que adquirir la Reyna mediante un chantaje de mi hermana, ella me conseguía el libro a cambio de un montón de recetas para el desayuno.
Hay una página en Internet donde ella misma narra sus poemas. Dicen que era todo un espectáculo sus presentaciones.
De su libro de cuentos: Misales, relatos eróticos les dejo esto.
Misa con Hilda y Tatú
Cuando el gran Tatú nació ya era grande. Tenía costras, bigotes y un miembro enorme que llevaba escondido y que cuidaba mucho. Era su joya. Se daba cuenta. Sus vecinos quisieron ponerle un pantalón, lentes, y él se negó. Darle un trago de anís, que no quiso.
Lo sensato era buscar mujer. Eso sí que sí.
Había varias. En sus ocultas recorridas, las veía. Iban de negro con delantal de plata.
Tenían perfume a azar porque se alimentaban casi sólo con naranjas.
A ninguna se le dibujaba más. Como si fuesen mantos que caminasen.
¿A cuál pescar y gozar?
El Tatú estaba inquieto. No se dormía. Sus cáscaras belludas se dañaban un tanto al darse vuelta sobre la tierra de su cocina, ansiando a la que no lograba matar para sí. Pero no, que no estuviese muerta. Acaso después la devoraría. Se nutría de hierbas, pero estaba dispuesto a ser carnívoro. Cómo no. Y en eso descubrió a Hilda; primero le pareció que la llamaban “Elvia”, pero no, era “Hilda”.
Su nombre, el suyo, Tatú, le pareció sonaba lúgubre, las dos sílabas de madera Ta-Tú.
–Y bien, Hilda, te mondará un tatú. Aquí estoy. Yo soy– se dijo, como si ella también tuviera cáscaras.
La casa de Elvia, de Hilda, era vieja. Vio la pared, gris, un poco triste, un poco sucia.
Adentro había más mujeres. La madre y hermanas de Hilda, a la que vio sentada atrás de una mata de flores nevadas, finitas, y adentro de su recta pollera de plata. Vio que Hilda bebía una naranja. El vinillo de la naranja le corría por la cara, la mareaba un poquito.
Sobre la casa había una nube grande, nívea, ahora; deja en sombra todo lo de abajo.
El novio de Hilda conversaba dentro.
El tatú estaba arriba de un tronco. Parecía un pedazo de madera; esto le daba seguridad y tristeza. Tenía el manto rígido. Cara de anciano, angosta y lustrosa. El sexo como una draga. No se atrevía a llamarla. Nunca se habían mirado. Miro y vuelvo a mi cocina. Sólo mirando. No quería casarse con otra. Sólo con Hilda.
Esta tenía la cara redonda, blanca, afelpada, los ojos negros, un poco saltones, la boca colorada, por donde comía naranjas. Era lo único que sabía de ella. Aunque mirarla ya era disfrutar solo.
Pero quería crucificarla.
Tal vez no le viniese mal el trago de anís ahora. Y dar el asalto final.
Se ilusionaba. Le parecía que Hilda lo conocía, que lo entreveía, que ahora lo estaba espiando. Pero si era así ¿cómo no venía a él? (Él no podía mostrarse) y se quitaba las polleras? ¿Qué habría debajo? La pollera parecía una tabla lisa, color aluminio de ollas, daba espanto.
Le vio los pies chicos y desnudos y un poco gruesos.
Se atrevió a dar un silbido, un leve “chist”. Que ella no oyó. Contestó un pájaro.
La noche se venía. La nube se había vuelto sombría.
De las manos de Hilda partió la naranja vacía. ¿Iría a comer otra?
En eso Hilda se agachó y orinó. Al Tatú se le erizaron las cáscaras y el vello que las salpicaba.
Vio que Hilda arrancaba flores blancas y las pasaba en ramos por su sexo. Le vio las piernas gruesas y netas. Y algo combas como si ya hubiesen albergado a varios.
Se dirigió. Temblando se le dirigió.
Pero en ese mismo instante la casa se acallaba y se entreabría. Un señor salió. Alcanzó a ver con la luz de la noche que era joven y apuesto. Vio que era el novio de Hilda.
Se acercó al rostro de ella. Dijo, fuerte, para que oyeran desde la casa: –Venga, señora Hilda, vamos a cortar naranjas.
El tatú se metió en su sitio. Observaba como con gafas. Todo lo veía aumentado y brillante.
La pareja trotó riendo, mirando un algo hacia la casa. La pareja se metió en un naranjo.
Lo que aquellos habían dicho era cierto.
Se le venían cerca. El novio decía: –Señora Hilda, nos casaremos. La vi orinar y afelaparse con flores. Estoy con usted querida señora. Sus hermanas están solas, no esté sola usted. La casó yo. Yo la cazo.
Ella dijo con una voz de hilo que se fue haciendo obesa: –Mis señoras hermanas, todas ya tienen marido. Sola estoy yo.
El novio pareció asombrado.
–De noche las visitan. Yo lo veo.
–Ah.
El tatú y el novio escuchaban asombrados.
La señora Hilda se entregó. No sabía bien cómo hacerlo. Topó al novio. Le mostró un seno, que sacó fugazmente y volvió a esconder en el vestido plateado y negro.
El novio quedó rígido. Se dijo: –Esta diabla.
Y rectificó para sí: –Esta Santa, aun sin marido.
Pero empezó a temer.
–Sí...cazáramos otra naranja.
–No.
–Bien.
–¿Tiene miedo, señor? No aguardo más. Mi casamiento es hoy. Aquí.
Las ramas por el viento se mecían de un modo raro como si no fuera por el viento.
El novio vacilaba. Le parecía que no era el día todavía, no se animaba.
Miró vagamente hacia el lado de la casa. La abrazó un poco, pero sin ser eficaz. Le dijo al azar: –¿Cómo está, ternera?
–¿Cómo voy a estar?
Pasaba el tiempo. Él, a ratos, decía: –Señora. Señora. Doña Hilda.
Y era casi una súplica, como si le dijera: –Vístase ya. Otro día. Otra noche.
Porque la señora Hilda estaba desnuda sobre su recta faldina de plata, los pies en el suelo carpían un poco cómo impacientándose, cómo si estuviese atada.
Las flores blancas, livianas, que había por todos lados, le rayaban el rostro.
La luna se metió por entre los ramos; vierónse el ombligo de ella, el de su nacimiento, las chicas tetas sin hijos, el virgo casi sin luz, bajo el pelo un poco brillante cómo si lo hubieran prendido llama. “¿Se estará quemando?”, pensó el novio que un poco ya deliraba.
Cuando la iba a abrazar, a engarzarla hasta el hígado (su hígado que sería floreado y quemante), alguien saltó a la pista. Estaba en cuatro, y se puso en dos pies.
¡Qué ser extraño! ¡Tan grande! ¡Tan chico! ¡Su cuerpo de piedra! ¡Sus ojos como una raya bajo las orejuelas! ¡Su manito!
El novio apretó a la señora Hilda, que gimió contra él, que cantó, como si él le hubiese tocado la médula!
–Retírese –decía el novio al otro–. Maldito. Retírese. Es mi señora. Ahora me posesionaré ¡ya! Salga. No quiero testigos. Lo mato. Retírese.
El Tatú no se abría. No murmuraba. Apretaba la boca finita, tremolaba adentro de la caja, chistaba, babeaba, peleando por Hilda. El novio sacó una navaja que parecía que no llevaba se la metió en el cuello, abajo de las cáscaras. La vista se oscureció al Tatú. Sangró su dura camisa. Pero aun volvió a ver. Era muy duro.
La señora Hilda hizo una carcajada boba. Dijo: –El bicho ¿que quería?.
El novio dijo: –Lo que vamos a hacer ahora. Quería lo mismo que usted y que yo, señora.
Gozaron un poco. La señora Hilda se portaba bien, daba grititos sinceros, y él la picoteaba, lacerándola suavemente por doquier. Ella se quería quedar.
Pero él estaba inquieto; miraba hacia las ramas; no podía serenarse y enloquecer y arder de verdad, no podía.
En un momento dijo: –Despréndase, señora Hilda, despréndase ya. Yo me voy. Conmigo ya está. El otro tiene derecho, también.
1 comentario:
Te felicito, como siempre me gusta como escribes.
sinceramente alma.
ya guarde la pagina de marosa
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