Nos miraba a todos con desconfianza.
Tenía el cabello crespo y la piel muy oscura. Su mirada era penetrante. Llevaba una charola redonda de metal y alrededor había apilado sus empanadas, las tapó con una servilleta bordada, ella les llamaba empanadillas de pescado. Estaban hechas con masa de maíz, rociadas con queso rallado y una salsa roja de chile. Me entregó una servilleta y yo misma tomé la que me iba a comer. La devoré con rapidez como es mi costumbre, estaba deliciosa y tenía hambre. Le pedí otra empanadilla y los demás también tomaron una. Se acercó al grupo otra vendedora, una muchacha mucho más alegre con grandes senos que se apretujaban bajo su blusa. Ella ofrecía plátanos fritos que rociaba con leche condensada, dos rebanadas de plátano a diez pesos el plato. Las empanadillas costaban cinco pesos, ¡vaya que hasta en el precio eran un deleite! Eran con masa de maíz blanco, inmaculado; luego venía esa salsa de chile costeño con ligero toque a ajo y orégano que conjugaba todos los sabores en armonía. Las empanadas estaban todavía calientes, seguro las terminó de hacer y corrió a venderlas.
Sin embargo algo había en esa mujer, sus pupilas saltonas mostraban recelo, como un animal precavido y huraño que se mueve lentamente. Esta conducta no correspondía a alguien que vendía algo tan delicado.
Pasaron varios minutos y seguimos parados alrededor de estas mujeres que nos alimentaban. Unos pidieron plátanos y otros seguíamos comiendo empanadillas. Al final hicimos la cuenta con ambas de lo que comimos. Fue ahí cuando la muchacha de los ojos saltones dio paso a una actitud de buscar protección pero a la vez de rivalidad hacia la compañera que vendía plátanos. La chica de las empanadas no sabía cuanto tenía que cobrar por siete empanadas, la de los plátanos le dijo: son treinta y cinco pesos y de lo mío son cincuenta pesos. No sé porque llegó a mi mente con esa postura de la vendedora todo el trabajo que implicaba hacer esas empanadillas: poner a cocer el maíz, llevarlo a moler, hacer el relleno de pescado, la salsa, rallar el queso, moldear las empanadas, freírlas y luego salir a venderlas. Mientras la otra chica sólo peló los plátanos, los rebanó y los frió sobre el aceite. Había una diferencia en el precio y en el trabajo. Nosotros también afirmamos con ella la cantidad consumida y el costo para que bajara un poco el recelo que manifestaba, pero esta chica tampoco sabía dar cambio de un billete de cien pesos. En ese momento el desamparo de la muchacha fue mayor. Entregó todo el dinero que traía a la vendedora de plátanos para que ella decidiera que hacer y cómo dar el cambio. Ignoro si la chica recibió su dinero correspondiente, sólo vi que ambas discutían. Nos alejamos de ahí y yo me quedé con una sensación muy triste. Esa muchacha hacía garnachas de pescado más ricas que he probado, sin embargo para sobrevivir en este mundo eso no era suficiente.
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Hace 12 años.
4 comentarios:
Lamentable situación en la que se encuentra mucha gente de nuestro país, donde el más abusado (a veces el más abusivo) es el más ganón.
Me imagino que por eso la imagen de los lagartones, no?
Ojalá le vaya mejor a la vendedora de empanadas y se ponga las pilas, si no, le van a comer el mandado.
Saludos y que tengas un buen fin de semana Carmen (aunque esté un poco frío)
Gracias por los saludos Brenda.
Los cocodrilos están porque me encantan estos animales, se me hacen igual que las lagartijas, iguanas y demás reptiles parecidos animales prehistoricos; también porque son de Chacahua, Oax. en donde se genera este relato y porque sí, efectivamente no puedes confiar en ellos como amigos.
Ay Carmen, si existiera la Justicia ....podría dar trabajo a todos los millones de parados que tenemos en nuestros países.
Besos.
Ana
chale, que desesperación Carmen, chale! Cuando vienes y vamos al Negro Carmen??
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